Que busca el ser humano con mayor insistencia que la inmortalidad del presente, que todo se quede como está, que no cambie nada y que sea eternamente igual de bueno que en ese momento que aspiramos a la inmortalidad. Porque nadie querría la inmortalidad si fuera un castigo, una tortura, sólo buscamos la inmortalidad cuando estamos realmente bien, felices.
A uno le gustaría asistir a su propio funeral, saber cómo se comportarían las personas que te quisieron en vida, qué ocurriría después, si hablarían de lo bueno que eras, de lo que te echarán de menos, de la necesidad de que siguieras vivo. Seguramente por la inmediatez del instante te podrías ir al otro barrio feliz, viendo como te echan en falta y eso que acabas de morir, de la infelicidad que produce tu ausencia en los seres que te rodeaban.
La cuestión cambia si volvieras a los tres meses, a los seis meses. Quiénes de aquellos que lloraron, que maldicieron la injusticia de la vida, aquellos que golpearon la piedra con la que cerraron tu cuerpo para casi siempre, ¿quién seguiría mordiéndose los labios cada vez que viniera tu recuerdo a su mente?
La antigua felicidad que sentiste en el día de tu funeral, se desvanecería a ver que la mayoría de aquellos que te acompañaron en el último día, apenas te recuerda, que no sólo eres un muerto sino además un olvido, un fantasma que no regresa ni en los días que te deben recordar.
Has desaparecido, ya no existes, eres un recuerdo en las personas que vivieron algún día y que tú olvidaste como tú ahora eres olvidado. La vida está hecha de vida, la muerte se pudre en la soledad y desaparece con el tiempo.
Has desaparecido, ya no existes, eres un recuerdo en las personas que vivieron algún día y que tú olvidaste como tú ahora eres olvidado. La vida está hecha de vida, la muerte se pudre en la soledad y desaparece con el tiempo.
¿Cuántos se han ido y nadie los recuerda?
Aquellos abuelos que eran demasiado mayores, que asustaban con su estatura, con su cara arrugada en la que siempre faltaba la sonrisa y que continuamente se secaban las lánguidas lágrimas de los ojos que no se atrevían a llorar en público.
Aquellos padres que nos hicieron huérfanos demasiado jóvenes, aunque tuviéramos la edad que en su día tuvieron cuando se fueron sus padres, nuestros abuelos.
Aquellos hermanos que siempre fueron demasiado niños o demasiado mayores para que nos entendiéramos, que nos quitaban la ropa o a los que quitábamos sus juguetes.
Aquella pareja que era para toda la vida y que nos abandonó dejándonos en total soledad, sin saber con quién hablar, a quién podíamos abrazar por las noches y a quién podíamos dar los buenos días.
Aquellos amigos que un día se fueron, sin despedirse, sin un último abrazo y que nos dejaron con un pedazo menos de corazón, sin esas voces que tan felices nos hacían al descolgar el teléfono; sin sus palabras que nos comprendían.
A todos ellos nunca pudiste decirles que no tuvieran miedo, que estarían para siempre, que no dejarían de existir, que siempre estarían en tu corazón y en las personas que los quieren.
No, tampoco tuvimos el valor de decir que los queríamos, era demasiado vergonzoso, decirles que dependíamos de ellos, que nos hacían felices, que necesitábamos verlos, saber que estaban allí. Que son parte de nuestra estupenda vida, esa que ansiamos cuando queremos la inmortalidad, no sólo la nuestra, sino también la de ellos.
Quizás no sea tarde y podamos remediarlo, decirles que queremos estar junto a ellos, vivos para siempre, sin que existan los funerales; sin que existan las despedidas.
Nómada
2009 ©
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