Ando por la calle principal, con frío aunque con el día iluminado. Las luces de Navidad ya están por todos lados, el espíritu de la Navidad está instalado en los escaparates de todas las tiendas, y la gente con bolsas en sus manos suben y bajan, andan de un lugar hacia otro, sin sentido aparente; de una a otra tienda.
Al final de la acera aparece un letrero sujeto a un palo de madera largo, con bombillas iluminadas de distintos colores. Sobresale por encima de las múltiples cabezas. Mi atención se fija directamente en ese centro de atención, en ese llamativo y diferente espectáculo que se ve en el horizonte.
Poco a poco, según avanzan mis pasos, las letras se hacen grandes, más llamativas que las propias luces y necesito saber que pone en ellas; estoy atrapado en el anzuelo de la curiosidad.
En un momento dado, mis ojos no se fijan ni en las letras, ni en las bombillas de distintos colores, ni siquiera en la gente que está pasando alrededor, mi atención sólo se fija en el personaje que sujeta dicho anuncio: Papa Noel en plena calle y con el frío que hace, trabajando.
Papa se ha quitado su enorme barba blanca y se rasca con furia y rapidez su barbilla con barba de tres días, oscura, de color verde oliva; el sonido de las uñas rozando el bello llega a mis oídos. Tiene la chaqueta abierta y en ningún momento aparece la famosa barriga de la felicidad. Las botas con los cordones sueltos que arrastran por el suelo. De una mano se apoya, más que sujeta, el listón de madera y de la otra un cigarro humeante que se lleva a la boca, emitiendo luego grandes bocanadas del humo gris.
La imagen de la Navidad se desvanece ante mis propios ojos. Siempre imaginé a Papa Noel escuchando a los niños, como en esas películas que año tras año nos pone en la televisión -cuanto daño ha hecho a nuestra generación-, escuchando los regalos que quieren y las explicaciones de lo bien que se han portado durante todo el año, con esa cara picara que los mayores vemos con complicidad porque en nuestra niñez mentíamos igual.
Con esfuerzo me obligo a continuar mi camino, no quiero pensar en la ironía que podría encontrar en la situación que acabo de ver, en la cara de esos niños que pasarán a su lado y la que ha puesto mi niño interior.
Al menos siempre me quedará el recuerdo de los Reyes Magos, esos padres que me obligaban a dormirme pronto todas las noches del cinco de enero para madrugar al día siguiente y que se ilusionaban con la cara que ponía al ver los regalos al día siguiente.
Al final de la acera aparece un letrero sujeto a un palo de madera largo, con bombillas iluminadas de distintos colores. Sobresale por encima de las múltiples cabezas. Mi atención se fija directamente en ese centro de atención, en ese llamativo y diferente espectáculo que se ve en el horizonte.
Poco a poco, según avanzan mis pasos, las letras se hacen grandes, más llamativas que las propias luces y necesito saber que pone en ellas; estoy atrapado en el anzuelo de la curiosidad.
En un momento dado, mis ojos no se fijan ni en las letras, ni en las bombillas de distintos colores, ni siquiera en la gente que está pasando alrededor, mi atención sólo se fija en el personaje que sujeta dicho anuncio: Papa Noel en plena calle y con el frío que hace, trabajando.
Papa se ha quitado su enorme barba blanca y se rasca con furia y rapidez su barbilla con barba de tres días, oscura, de color verde oliva; el sonido de las uñas rozando el bello llega a mis oídos. Tiene la chaqueta abierta y en ningún momento aparece la famosa barriga de la felicidad. Las botas con los cordones sueltos que arrastran por el suelo. De una mano se apoya, más que sujeta, el listón de madera y de la otra un cigarro humeante que se lleva a la boca, emitiendo luego grandes bocanadas del humo gris.
La imagen de la Navidad se desvanece ante mis propios ojos. Siempre imaginé a Papa Noel escuchando a los niños, como en esas películas que año tras año nos pone en la televisión -cuanto daño ha hecho a nuestra generación-, escuchando los regalos que quieren y las explicaciones de lo bien que se han portado durante todo el año, con esa cara picara que los mayores vemos con complicidad porque en nuestra niñez mentíamos igual.
Con esfuerzo me obligo a continuar mi camino, no quiero pensar en la ironía que podría encontrar en la situación que acabo de ver, en la cara de esos niños que pasarán a su lado y la que ha puesto mi niño interior.
Al menos siempre me quedará el recuerdo de los Reyes Magos, esos padres que me obligaban a dormirme pronto todas las noches del cinco de enero para madrugar al día siguiente y que se ilusionaban con la cara que ponía al ver los regalos al día siguiente.
Nómada 2008 ©
0 MIRADAS:
Publicar un comentario